Cosas extrañas
En los últimos días, han pasado cosas extrañas en Santiago. Estamos sufriendo, desde el fin de semana, de una invasión de ratas, no ratoncitos pequeños y hasta inofensivos, me refiero a grandes ratas de monte, de nariz a la punta de la cola de 20, 25 centímetros, es decir, gigantes.
Los gatos, los perros, cualquier ave, siguen ciertas reglas, las entienden, en cambio, las ratas tienen otras reglas aparte, suyas propias, hasta egoístas, por lo que despiertan tanta repulsión, asco, disgusto y stress… ayer me burlaba de todos los capitalinos clasemedieros, con los enredos de tránsito, el espectro de la violencia, además de el stress de trabajo, estudio; pero aquí hay otro tipo de problemas, en primer lugar, la escasez de “mercado”.
No me malinterpreten, si uno tiene dinero, siempre hay comida (algo que no se puede generalizar por aquí, con la increíble pobreza de la mayoría) sino de la falta de calidad, surtido y certeza de los alimentos que se consumen, se compran, se eligen.
En general, aquí he aprendido de la utilidad de una hornilla, un buen refrigerador, un piso barrido y trapeado, una cama cómoda, y es que vivir solo, vivir solo en un pueblo y vivir solo en un pueblo maya de Guatemala, no es cosa fácil.
Siempre se habla de lo paradisíaco de este lugar, o de lo pintoresco, de lo pobre, de lo maya, del Maximón (su verdadero nombre es Rilaj Maam), de la cercanía a San Pedro, a Panajachel, al maravilloso Lago de Atitlán.
Y es cierto todo eso, la gente es amable, hay agua corriente, electricidad, drenajes, teléfono, Internet a buena velocidad, farmacias y escuelas, pero por imponderables como la lluvia, pueden afectar de una forma increíble la vida de la gente aquí, yo, por supuesto, por ser tan capitalino clasemediero como el que más, al igual que mis compañeros (college boys nos dice Juan Fra), no estamos acostumbrados a detalles como el de la guerra con las ratas, las inundaciones en pleno parque central y calles aledañas, la dudosa procedencia de la carne de res, verduras, mariscos y frutas.
Me pongo a pensar que ya viviendo aquí, con “animo de permanencia” como dice cierta norma legal, las cosas se arreglan, se acostumbra uno, en fin, se la aguanta. Así que como hoy apenas cumplo un mes de estadía, he decidido hacerle huevos a las cosas y aceptarlas como son, estrategia que funcionó en Sudáfrica y ha funcionado hasta ahora, sobre todo con las nuevas personas con las que estoy conviviendo.
Existe algo más, algo que en la capital seguramente es motivo de risas, en las universidades tema de estudio y que ha vivido entre el folklore chapín. Se trata de la magia.
No, no me estoy refiriendo a la maravillosa “Magic” de Olivia Newton-John a la que soy tan aficionado, ni siquiera a la del mago Marcel que lleva como 25 años de carrera, ni de la magia tecnológica, me refiero a lo que en la capital se llamaría brujería.
Hay brujería, no se puede negar. No es mi campo de trabajo, no la he vivido, ni siquiera quiero averiguar mucho al respecto, pero todo lo que desde fuera se ve como una graciosa tradición, apta para turistas o investigadores, aquí tiene toda la apariencia de ser verdad.
Las intensas lluvias, las tormentas eléctricas, las ratas, el conocer de un caso de brujería (parece que fue muy serio) me han puesto a pensar. Aquí no es Panajachel en Semana Santa, el lugar amado, la borrachera universitaria, las fotos con policías, locos, bolos, rockeros, chavas, modelos, bueno, el despelote alegre que he vivido con mi mara del Colegio y con los ya internacionales Chupingos.
Santiago Atitlán es un lugar distinto, especial, mágico. No es la borrachera de Panajachel ni la lujuria europea de San Pedro. Santiago mantiene muchas de sus tradiciones, tejido social, líderes, traumas. La pobreza de siempre, la guerra, el desastre de Panabaj por el Huracán Stan han golpeado este tejido, pero las remesas, el desarrollo económico, la globalización irónicamente lo han favorecido, según he podido darme cuenta.
Pensar que hace un mes y pocos días seguía en la Universidad, en la misma inercia placentera de más de cinco años…