5 dic 2008

Palabras de consuelo de Amable Sánchez Torres


El envés del tapiz (2)
Muere la rosa, pero no muere el haber florecido.
Por: Amable Sánchez Torres


¿Habrá en realidad algo efímero? ¿Será todo lo efímero pasajero? ¿Será la vida tan breve como algunos piensan? “Flor de un día”, se suele decir en estos casos. “La flor del heno” o “vanidad de vanidades”, dice el Antiguo Testamento en muchos de sus textos, sobre todo cuando se refiere a la importancia que solemos darle a cosas que quizá no tienen tanta importancia o no tienen ninguna. A pesar de ello, nuestros maestros, especialmente los religiosos, se empeñaron en que viviéramos nuestra vida –es decir: nuestras ideas, sentimientos, aspiraciones, tentaciones, pruebas, actitudes, recuerdos, luchas, etcétera– sub specie aeternitatis, en una perspectiva o con una proyección de eternidad. ¿Cómo compaginar esto? Si todo es vano, transitorio, inconsistente, ceniza en germen como la flor del heno, ¿cómo se puede vivir con perspectiva de eternidad? ¿Dónde está el gato encerrado? ¿Qué es lo que falla aquí, si es que en realidad falla algo? ¿Y si le buscáramos un término medio? ¿Y si, en lugar de la eternidad, que tanto puede ayudarnos a evadirnos y a desentendernos, lo pensáramos precisamente en términos de aquí y ahora: solidaridad aquí y ahora, entrega aquí y ahora, servicio aquí y ahora, convivencia y respeto con los hombres aquí y ahora, para que aquí y ahora, talvez sin proyectarlo y sin pensarlo expresamente, nuestra vida se fuera inseminando de un sentido y una proyección de eternidad? Quizás así la eternidad y el tiempo se traslapen; talvez hasta se identifiquen. Porque si el tiempo es nuestra vida misma; si cada uno lo hacemos –y lo perdemos o lo ganamos– a medida y en la medida que vivimos; si es esta la forma como el tiempo nos marca y nos deja su impronta, acaso sea esta también la única manera como la eternidad nos marca, nos deja su impronta, nos eleva, nos ilumina y nos redime. Si es así, no hay nada efímero, pasajero, caduco. Las cosas y los hechos ocurren, transcurren, pasan, pero no desaparecen. Ahí quedan, para bien o para mal, enquistados, agazapados, como semilla y causa y efecto, para dar –dando ya– frutos buenos o malos, afectando y condicionando de alguna manera la vida de todos. ¡Cuántas maravillas y cuántos desastres laten en los pequeños detalles, en las cosas apenas advertidas! Muere la rosa, pero no muere el haber florecido, el haber estado ahí, el haberla visto aunque sea brevemente, el haberse solazado en ella por solo un instante. La flor del heno ha sido, ha exhalado un perfume, se ha sumado a miles de detalles que con ella dieron lugar a un amanecer o a una tarde dichosa. El Sol acaba de ponerse y, aunque mañana no salga, su espectáculo –un minuto, un segundo, un instante– ha caldeado el corazón para que siga soñando, para que siga latiendo. Y así es con todo. Y por eso, la creación es hermosa y el hombre –¿por qué no?– todavía puede ser feliz.

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