Era el final de quinto bachillerato allá en el año 2000. En clase de Literatura la seño Gladys organizó una conferencia sobre el tema de escribir, leer y las experiencias literarias y la impartió un compañero de ella en la maestría, un escritor joven de quien yo no había oído hablar, Ronald Flores.
Dentro del habitual adocenamiento en el que vivíamos dentro del colegio, la clase de Literatura de la seño Gladys era el espacio de cuarenta y cinco minutos diarios donde yo tomaba ideas concretas de que podía leer en el futuro, ya que ella tenía la graciosa maña de fotocopiar textos breves de los que consideraba grandes escritores y obligarnos a leerlos, a comprenderlos, a discutirlos.
Lo hacía así ya que eran nulidades los gruesos y serios librotes que la Coordinación autorizaba cada año y que debíamos comprar ya de una vez con la bolsa de útiles, unos libros que aún conservo con la intención de rematarlos al mejor postor, ya que ni eran viejos pilares de la literatura latinoamericana ni tenían que ver con literatura mundial de alguna clase de calidad.
El bloqueo lo rompía la seño, quien, en el salón de música preparó todo para la conferencia con Ronald a la que mis borregos, digo, compañeros asistieron firmando hojas de control, promesas de puntos extras y malas miradas de la maestra.
La conferencia en sí, plática cordial en la que algunas bromas y relatos dramáticos, que luego confirmé provenían de sus relatos escritos presuntamente autobiográficos, este señor barbudo y peludo, vestido sencillamente logró, aparte de aburrir a buena parte de las compañeras, que yo me fijara en la actualidad literaria guatemalteca, es decir que reconocí la importancia de la sola existencia de un hoy de las letras y que el pensar en libros y leerlos era posible en ese momento.
Esa misma tarde, tomé la camioneta Tikal Futura-Obelisco y caminé por la Reforma hasta una librería que no se si aún existirá, ubicada en el edificio a la par de lo que hoy es el Hotel Barceló y antes era el Marrito. Allí, un señor de San Marcos me mostró el primer número de una revista guatemalteca totalmente dedicada a la literatura y algo de otras expresiones artísticas, Magna Terra se llamaba y la portada la dominaba un niño indígena vestido con una agujereada camisa que llevaba impresa la bandera de Guatemala, con todo y escudo y que iba cargando una tarea de leña, un niño con sombrero y machete y grandes ojos inocentes.
La compré, la leí, compré en Sophos algunos libros más, era el fin de las lecturas adolescentes, de las viejas ediciones que encontraba como tesoros en los estantes de la biblioteca del colegio y comenzaba un camino, tal vez más personal e íntimo y la reverencia a leer, leer con desesperación, con remordimientos, leer para escapar, leer para pensar.
Dentro del habitual adocenamiento en el que vivíamos dentro del colegio, la clase de Literatura de la seño Gladys era el espacio de cuarenta y cinco minutos diarios donde yo tomaba ideas concretas de que podía leer en el futuro, ya que ella tenía la graciosa maña de fotocopiar textos breves de los que consideraba grandes escritores y obligarnos a leerlos, a comprenderlos, a discutirlos.
Lo hacía así ya que eran nulidades los gruesos y serios librotes que la Coordinación autorizaba cada año y que debíamos comprar ya de una vez con la bolsa de útiles, unos libros que aún conservo con la intención de rematarlos al mejor postor, ya que ni eran viejos pilares de la literatura latinoamericana ni tenían que ver con literatura mundial de alguna clase de calidad.
El bloqueo lo rompía la seño, quien, en el salón de música preparó todo para la conferencia con Ronald a la que mis borregos, digo, compañeros asistieron firmando hojas de control, promesas de puntos extras y malas miradas de la maestra.
La conferencia en sí, plática cordial en la que algunas bromas y relatos dramáticos, que luego confirmé provenían de sus relatos escritos presuntamente autobiográficos, este señor barbudo y peludo, vestido sencillamente logró, aparte de aburrir a buena parte de las compañeras, que yo me fijara en la actualidad literaria guatemalteca, es decir que reconocí la importancia de la sola existencia de un hoy de las letras y que el pensar en libros y leerlos era posible en ese momento.
Esa misma tarde, tomé la camioneta Tikal Futura-Obelisco y caminé por la Reforma hasta una librería que no se si aún existirá, ubicada en el edificio a la par de lo que hoy es el Hotel Barceló y antes era el Marrito. Allí, un señor de San Marcos me mostró el primer número de una revista guatemalteca totalmente dedicada a la literatura y algo de otras expresiones artísticas, Magna Terra se llamaba y la portada la dominaba un niño indígena vestido con una agujereada camisa que llevaba impresa la bandera de Guatemala, con todo y escudo y que iba cargando una tarea de leña, un niño con sombrero y machete y grandes ojos inocentes.
La compré, la leí, compré en Sophos algunos libros más, era el fin de las lecturas adolescentes, de las viejas ediciones que encontraba como tesoros en los estantes de la biblioteca del colegio y comenzaba un camino, tal vez más personal e íntimo y la reverencia a leer, leer con desesperación, con remordimientos, leer para escapar, leer para pensar.
2 comentarios:
Cris, me alegra que a pesar del aburrimiento habitual que contagio, haya logra que te fijaras en la literatura contemporánea, en la que pareces sentirte cómodo. Saludos, Ronald
Nada de aburrimiento al menos para mi, muchos saludos y gracias por esa conferencia hace ya 9 años.
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