En Colosenses 3,5 San Pablo utiliza palabras duras: “mortifiquen los miembros terrenos: libertinaje, impureza, pasión desordenada, malos deseos y amor al dinero...” No podemos emprender este gran esfuerzo por mojigatería: no podemos pedir un nuevo corazón sin pedir el don de la fe.
“Dame un nuevo corazón” el amor que el hombre y la mujer experimentan de manera nueva, el uno gracias al otro, es la grandeza y la belleza de la vida y de lo real. Si lo que experimento no es una simple ilusión, si de verdad quiero el bien del otro, entonces debo estar dispuesto a ponerme a su servicio, hasta renunciar a mí mismo.
El Papa ha propuesto en la más reciente Audiencia General, una pedagogía del deseo, donde nosotros, redescubramos las alegrías verdaderas, auténticas: la familia, la amistad, la solidaridad, purificándonos de la mediocridad en la que nos vemos envueltos. Entonces será más fácil soltar o rechazar lo que nos pide San Pablo; lo que es atractivo en apariencia, se revela en cambio insípido y vacío.
Todos necesitamos recorrer un camino de purificación y de sanación del deseo. Somos peregrinos hacia la patria celestial. No se trata de sofocar el deseo que existe en el corazón del hombre, sino de liberarlo, para que pueda alcanzar su verdadera altura.
Reflexionemos sobre nuestros hermanos homosexuales y lesbianas. Todos somos proclives a vivir una vida de desorden sexual, no solo ellos. La castidad nos aplica a todos por igual, no podemos repetir esquemas conservadores cuando el mismo Jesús consideró que a todo aquél que sufría debía tratársele con profunda compasión. El Catecismo (#2358) mismo indica que ellos no eligen su condición homosexual, en la mayoría de los casos esta es una auténtica prueba. Deben ser tratados con respeto, compasión y delicadeza, evitando todo signo de discriminación injusta.
Respeto es más que solo aceptación. Respeto es aprender a escuchar. ¿Que significará para nosotros escuchar honestamente lo que significa crecer, como un adolescente homosexual? ¿La persecución, el bullying? ¿El suicido de homosexuales?
En el Antiguo Testamento, los llamados a profetizar a veces salían de donde menos se les esperaba. Como Samuel, que escucha el llamado de Dios siendo un niño o David, el pastor, quien nadie imaginaba podía ser un gran rey. Pensemos en nuestro querido mulato Martín de Porres, quien fue santo en la racista y estamental sociedad colonial. ¿Tal vez, por medio de la voz de un homosexual Dios actúe en una de sus insospechadas formas?
Cuando Jesús ve a alguien que está sufriendo, los Evangelios dicen que se compadece. Los cristianos estamos llamados a tratar a homosexuales y lesbianas con ese mismo tipo de compasión visceral. Cuando los vemos sufrir, somos llamados a sufrir con ellos.
Sufrir con los homosexuales significa ponernos de su lado, en solidaridad. Significa, como dice el Catecismo, batallar contra todo tipo de discriminación, cuando otros los persigan, denigren o se burlen de ellos. Significa tal vez ser nosotros mismos objeto de burla por ello. ¡Es lo que Jesús hizo!
¿Qué significa tratar a homosexuales y lesbianas con delicadeza dentro de la Iglesia? ¿Qué hacemos con alguien que ha sido herido? Lo tratamos con atención y cuidado especial. Las palabras importan. Las palabras hieren. Las palabras pueden también sanar. ¿Nombrar una charla como “desórdenes sexuales” será lo más indicado? ¿No son juicios de valor fuertes y poco misericordiosos? ¿Qué haría Jesús?
Tomás de Aquino dijo “Lo que se recibe es recibido de acuerdo con el modo del receptor.” Cuando tratemos de comunicar algo, se necesita la delicadeza no solo del cómo es comunicado, sino cómo es el mensaje recibido.
Recordemos las palabras de Benedicto XVI: “Cuando el deseo se adentra por caminos desviados, cuando sigue paraísos artificiales y parece perder la capacidad de anhelar el verdadero bien, en el abismo del pecado no se apaga en el hombre esa chispa que le permite reconocer el verdadero bien, saborear y emprender así la remontada, a la que Dios, con el don de su gracia, jamás priva de su ayuda.”